domingo, 25 de febrero de 2018

Escándalo público

Esta historia sucedió en Madrid una noche de verano. A las once de la noche se había corrido la voz por toda la ciudad. Una hora antes, el rumor era apenas un susurro, pero se fue corriendo de boca en boca, de forma exponencial, de forma que los murmullos se sumaban a los murmullos, los cuales a su vez se sumaban al murmullo cotidiano del rugir perezoso de los motores de los coches.
Alguien empezó aquel chismorreo, al parecer un hombre ya bien entrado en la cincuentena, parado de larga duración desde hacía (crisis mediante) la friolera de siete años, con tiempo suficiente para pasear por la ciudad cabizbajo, dándole vueltas al pan suyo de cada día. Aquel día, sin embargo, algo le sacó de sus pensamientos. Paseaba por el llamado "Salón del Estanque" del parque de El Retiro, ese paseo junto al estanque grande desde el que se divisa en la otra orilla un semicírculo de columnas que arropan a la estatua de Alfonso XII.


 Y, de pronto, allí estaba ella, desnuda, descarada, mayúscula, voluptuosa, carnosamente mordisqueable ante él, que la observaba extasiado desde la barandilla del paseo. La había visto otras veces en sus paseos por allí, pero nunca así, tan evidente, tan en cueros, tan deshinibida. Casi podía contar cada una de las curvas que se iban haciendo imposibles de ser pasadas por alto según se acercaba hasta esa distancia prudente a la que decidió pararse y establecer su espectáculo. Aquel hombre, tras recrearse un rato la mirada, supo que no podía ser tan avaro de no compartir aquello; o quizás tuvo miedo de morir desbordado si no repartía tal dosis de estímulo de los sentidos; así que decidió hacer partícipe de su furtivo descubrimiento a otro hombre que pasaba paseando a su perro. La señaló ensimismado, sin conseguir apartar la vista, como con temor de que si dejaba de mirarla se desvaneciera. "Mire, ¿la ha visto?", dijo alzando un poco la voz mientras señalaba. "¡Guau!", respondió el otro hombre. "¡Guau!", añadió también el perro que, al verla, no pudo estar más de acuerdo. Eran ya dos y un perro los ensimismados por aquel acto de desnudez frescachona, allí, delante de ellos, sin pudor, aunque a una bien medida distancia que la mantenía fuera del alcance de sus manos; y es que, si no hubiera sido así, no creo que hubieran sido capaces de resistirse a tocarla. Y aquellos dos, casi como el coro griego que le faltaba a aquellas columnas de enfrente, alzaron las manos para alertar a otros dos viandantes, dos viandantas en este caso. Y ellas también quedaron extasiadas ante lo espectacular de aquel cuerpo que se ofrecía crudo para ser visto.
La secuencia se repetía una y otra vez mientras ella seguía allí, en su salsa, sacando de su mirar perdido cada vez a más viandantes que, al percatarse del objetivo que señalaba el dedo, no podían más que regalarse la vista apoyados y apoyadas sobre aquella barandilla. Ella parecía disfrutar del espectáculo de verles disfrutar de su espectáculo, reflejado en sus pupilas. En realidad, llevaba años ensayándolo; pero hoy le estaba saliendo especialmente bien, estaba claro. Algunos de los que la miraban se acababan yendo con mala conciencia por haberse detenido: no cualquier cónyuge entiende que uno (o una) se pare extasiado a contemplar las bellezas desnudas que de cuando en cuando se regalan; algunos y algunas no serían capaces de entender que una cosa así le pudiera sorprender a uno mientras atraviesa El Retiro. (Pero, ¿y si sucede?) Se iban mirando hacia atrás por unos segundos, como queriendo estirar la mirada un poco más, como temerosos de que aquello no volviera a repetirse (y es que muchos hasta entonces nunca  habían visto algo igual). Y, aunque se iban, muchos pasaban la noticia a los que encontraban en las puertas del parque: "Atención al llegar al estanque, no te lo pierdas", le dijo en tono confidente un caballero a un chavalín de unos once años que se había despistado por un momento de sus padres, como sabiendo que le iniciaba en algo hasta ahora quizás intuido, pero no descubierto. Y así, poco a poco, cada vez eran más en la ciudad los que lo sabían: hombres, mujeres, niñas y niños. Algunos, atraídos por una inmensa curiosidad, incluso se desviaron de su ruta habitual para pasar por allí y verla. Tanta gente fue, que algunos dicen que en algún momento se puso colorada. Pero allí siguió, impertérrita, ofreciéndose con entrega redoblada al espectáculo. 
La noticia de lo que estaba sucediendo en algún punto llegó a adquirir un tono especialmente clandestino, porque a las veintitres cuarenta y dos a aquel Salón del Estanque llegó una patrulla de la policía municipal. Bajaron del coche un hombre y una mujer y, con ese gesto firme de la autoridad bien practicada, se dirigieron a los que se arremolinaban junto a la barandilla: "A ver, nos han avisado porque ha sido vista una mujer que se desnuda. Venimos a detenerla por escándalo público, ¿la han visto ustedes?" "¿Cómo?", inquirió el cincuentón. "Sí, nos han avisado hace unos minutos: es blanca, voluptuosa y se muestra con descaro. Al parecer no distingue en su exhibicionismo, se deja ver incluso ante ancianos y niños. Dicen que algunos la habían visto ya merodear por aquí alguna vez, pero que el delito no era tan evidente como hoy. ¿Han visto a alguien que coincida con esa descripción?". El cincuentón sonrió divertido mientras, por centésima vez aquella noche, la señalaba: "Agente, si quiere completar el retrato robot, responde al nombre de SuperLuna". 
                          https://www.youtube.com/watch?v=HLAjf82LXiU

domingo, 30 de abril de 2017

Estornudó un gigante

Llueven sombrillas, llueven anzuelos, llueve algún ancla. Algo debió de pasar en la playa. Probablemente estornudó un gigante que estaba de vacaciones. Se le metería en su nariz gigante un poco de crema solar de su bote gigante. Estornudó sin remedio. Se han volado algunas nubes incluso: dicen que esta tarde llovió en lugares donde no estaba previsto. Algunas pequeñas familias vieron cómo sus pequeños picnics salieron volando: sus pequeñas tortillas, sus pequeñas paellas; todo salió volando. Las pequeñas señoras tapaban sus pequeñas vergüenzas, porque también salieron volando sus pequeños bikinis.
El ancla cayó en plena Gran Vía, y los que allí estaban se quedaron allí anclados para siempre, comprando sin parar, anclados a su prisa y a su voraz consumismo. El anzuelo pescó a un político que estaba robando. Se agitaba mientras colgaba de su engolada corbata y repetía: "Yo no, yo no". Alguna sombrilla aprovechó para ir a tapar algún solecillo. El Sol grande, el de verdad, sólo podría haber sido tapado por la sombrilla-za del gigante. Pero esa no se voló, ¿o acaso conocéis a alguien capaz de hacer volar su sombrilla de un estornudo? Son siempre los grandes los que hacen volar de un estornudo las sombrillas de los pequeños. Bueno, y luego también está David contra Goliat, capaz de hacer volar por los aires la lógica de las sombrillas y los estornudos de gigante, capaz de estornudarle en la cara al gigante y chimpún.

Sugerido por este intrigante dibujo de Pablo Cabrera.

martes, 11 de abril de 2017

Los ingredientes del Amor

Te ofrezco los ingredientes del Amor en bandeja de acuarela. Etéreos, ligeros, luminosos.Quiero que los tengas, como quien  regala la partitura de una cancion que escribió con toda  la intención del mundo. Te los ofrezco por si quieres oírlos, saborearlos, degustarlos. Si no los quieres los guardaré en mi despensa hasta mejor ocasión. Son como el arroz que no se pasa. Tienen tanta luz que distraerían hasta al tiempo de su intención de pasar. De hecho, me ciegan a veces, brillan demasiado.¿No ves? Hay hasta barcos errantes navegando entre ellos, en plena paradoja: la luz de un faro de tales dimensiones termina por deslumbrarles sin remedio.


Estáis a veces descolocados, como si no os aclararais, como si todo se mezclara y ya no se supiera si sois rojos pasión, o azules pecera, o en realidad morados berenjena. Os amontonáis a ratos, como los niños que juegan a aplastarse, como los adolescentes que se buscan la piel, como los adultos que ya sin (apenas) miedo a lo oscuro se adentran en la cueva hasta lo más profundo. 


Navegamos a ratos por limonada agridulce, mi capitán. ¡Ah! Es por eso que a veces nos pican los ojos, se salta una lágrima o incluso termina corriendo la sangre. A veces quizás hasta nos hemos manchado; pero sólo un poquito, sólo en el borde; en realidad la sangre nunca llegó al río... No deja de ser inevitable pringarlo todo cuando cocinas ingredientes saltarines. Es difícil que el fuego no se te arrebate.


Dame más de tu rojo, de tu verde, de tu azul; dame toda la gama. Los pondré a todos a salvo donde tengan sentido, donde no se desboquen ni pierdan la chispa. Los pondré a salvo de los inquisidores, de los que no entienden de mezclas ni de tres dimensiones; de los del mundo plano, de los del finis terre a dos palmos de la costa, de los de los monstruos con dientes acechando en lo nuevo, de los que huyen despavoridos de lo que no entienden.


Te ofrezco los ingredientes del Amor en bandeja de acuarela, donde en teoría cada color tiene su espacio; pero por la noche, es inevitable, con frecuencia juegan a escaparse un rato.




Evocado por este luminoso dibujo de Pablo Cabrera

domingo, 12 de marzo de 2017

Bosque interrogante

A veces me escapo. A esos bosques donde se puede vivir sin prisa. Donde las nubes y las ramas de los árboles están hechos de las mismas líneas serpenteantes, como si llovieran hojas, como si brotara lluvia salvífica y salvaje. Corro a los bosques a encontrarme con mi magia; en el vacío, sobre un fondo blanco de silencio pulcro. Extiendo las manos y de mis yemas salen interrogaciones, preguntas eternas que se elevan al cielo en busca de respuesta. Interrogaciones que se intercalan en bucle hasta hacerse casi casi (pero sólo casi) demasiado gruesas. Serpentean por el cielo, queriendo alejarse, aun a sabiendas de que volverán a caer sobre la tierra; como espirales imperfectas, que invitan a pasar una y otra vez por el mismo lugar, pero cada vez un poco más profundo, hasta hacer diana de cien puntos en el mismísimo corazón del corazón; como un pequeño ser que nace a la vida, un embrión que se arropa a sí mismo, y se sonríe, y se acaricia; se protege en su caída al suelo/vida, confiando en que el aterrizaje, aunque forzosamente será, no será forzoso. Y al caer y abonar el suelo con su barro tierno, volverá a hacer brotar del suelo mis pies y mis piernas, que me enraízan fuerte en el suelo, a imagen y semejanza de aquel árbol que se acoda para explorar las curvas de ese aire/vida que le rodea y le sustenta. Ambos levantamos los brazos, como tratando de imitar torpemente a aquel surfero experto de los póster, que sonríe seguro como si no hubiera ola capaz de romper su base de sustentación, como si pudiera sustentarse sólo a base del azul que le inunda la mirada, el viento recio que le enreda el pelo y el agua salada que le curte el rostro.

Hoy averigüé algo nuevo en aquel bosque: soy un diapasón invertido. Tienen razón cuando dicen que a veces sólo se me entiende haciendo el pino.



Inspirado en este precioso dibujo de Pablo Cabrera.

viernes, 2 de mayo de 2014

Melofonías

Tenía 25 años. Le había costado mucho tiempo acostumbrarse a su condición. Durante muchos años, lo escondieron. Durante otros tantos, él mismo decidió esconderse. Pero, ¿cuándo fue eso? Pronto, muy pronto, a una edad a la que debía haber estado jugando con otros niños. A esa edad, Sebastián ya había compuesto algunas de sus obras, tocaba tres instrumentos y ensayaba una media de siete horas diarias. A los 10 años Sebastián ya tenía claro que la música era su vida. Sus preguntas, sus conversaciones, sus comentarios, giraban en torno a Brahms, Bethovenn, Mozart o Haendel. De su habitación sólo salía el sonido de sus instrumentos o el de sus discos de vinilo. Durante las comidas, no podía evitar hacer tintinear los cubiertos contra los vasos hasta que, como siempre, su madre terminaba llamándole la atención. “Sebastián, el que come y canta, si no está loco, poco le falta”, le repetía su abuela los domingos, cuando venía a casa a comer. La música llenaba cada vez más espacio en su vida. Hasta que un día,  al levantarse de la cama, fue consciente de la irremediable situación. Era propenso a las bronquitis, y aquella se le había agarrado a base de bien. Trató de carraspear para aclararse la garganta, y se llevó tamaña sorpresa cuando en lugar de un carraspeo lo que llenó la habitación fue ese ruido de varios instrumentos sonando a la vez y descoordinados al tiempo, como furtivos, debajo de la platea del teatro, afinándose antes de empezar un concierto. Se quedó helado. Probó, y de nuevo la orquesta fantasma hizo notar su presencia. Pero lo que más atónito le dejaba es que aquel ruido venía de dentro de su propia garganta. Asustado, quiso llamar a su madre, y en lugar de un grito lo que salió de su garganta fue el “po-po-po-póóón” (en este caso, más bien “ma-ma-máááá”) del primer movimiento de la quinta sinfonía de Bethoveen. No hay ni que decir que cuando la madre de Sebastián se percató de lo que sucedía casi sufre un ataque de nervios. Sin embargo, antes de sufrirlo acertó a llegar al teléfono y llamar a la consulta de D. Nicasio, el internista. “¿A qué hora podemos pasarnos por allí?, gimoteó la señora Orondo. “Pues… por la mañana, sin cita, de diez a doce”, dijo la voz al otro lado del teléfono, como haciéndose cargo de que algo gordo tenía la pobre señora al otro lado del hilo. A las diez cero dos estaban Sebastián y su madre en la consulta. Tras reconocerle, D. Nicasio se sentó de nuevo tras la mesa y se subió un poco las gafas. “Doña Joaquina, mucho me temo que estamos ante un caso difícil, del que sólo se conocen dos o tres en la historia de la Medicina. Se trata de un claro caso de melofonía”. Por la cara con la que dictó la sentencia se entendía que no había mucho que hacer al respecto, así que tras dar sus condolencias y unas cuantas palabras de ánimo, D. Nicasio le extendió una receta de un jarabe para la tos “para que al menos mientras se le pasa la bronquitis sobreañadida no les maree a ustedes con tanto afinamiento de instrumentos”.  Así, Sebastián se convirtió en “un caso”, un caso curioso, un caso único… un caso extraño. Tan extraño, que doña Joaquina y su marido decidieron ocultarlo. Le borraron de la escuela y, lo poco que salía, le acostumbraron a mantenerse callado. A los vecinos y conocidos les contaron que se había vuelto mudo. Incluso le llevaron a aprender lengua de signos. Sebastián era listo y aprendió rápido. En pocos meses daba el pego: su melofonía se había convertido en una por todos creída mudez sobrevenida. Ni que decir tiene que, aconsejados por D. Nicasio, restringieron cada vez más su contacto con la música y los instrumentos, con la esperanza de que de esta forma “quizás, quién sabe, tal vez mejore algo el cuadro”. Así, Sebastián siguió creciendo, y se acostumbró a ocultar su problema. Tanto, que un día llegó a olvidarlo. Llegó a olvidar que su voz era música. Llegó a olvidar su voz. Sus padres llegaron a  creer que era mudo. Él mismo creyó que era mudo. Tanto lo creyó que dejó de emitir cualquier sonido. Y como si mudo fuera se desenvolvió su vida, dentro de una mentira acordada y creída  por todos. Sus padres, preocupados por la mudez de su hijo, viéndole de algún modo triste y desolado, le aconsejaron, como buenos padres, unirse a alguna asociación de personas con algún problema similar, donde pudiera recibir apoyo y consejo para sobrellevar su desventaja. Y así lo hizo. Allí conoció a personas con otras dificultades: unos no podían ver, otros no podían oír, otros no podían andar, otros andaban presas del pánico, otros estaban extremadamente tristes. Cada fin de semana iban a aquel local y pasaban tiempo juntos, hacían actividades, manualidades, veían películas. Se suponía que así se irían conociendo unos a otros, se darían apoyo, se sentirían mejor. De entre todos los compañeros, desde el primer día, le llamó la atención Clara. Clara iba en silla de ruedas. Al parecer, no le funcionaban las piernas. Sebastián la miraba y la miraba, y cuanto más la miraba más le agradaba...pero no se atrevía a acercarse a ella. ¿Para qué? Tampoco podía decirle nada. Así transcurrieron los días, los meses, y hasta casi un año. Un día, al terminar la actividad, mientras Sebastián terminaba de recoger sus cosas, Clara se hizo la remolona intencionadamente, y esperó a que todos los demás compañeros salieran.

-Me miras y te miro-le dijo Clara -Desde hace un año. Ambos nos hemos dado cuenta.
Sebastián bajó la vista. Le daba mucha vergüenza verse reflejado en sus ojos azules. Nunca se había sentido tan vulnerable al mirarse en los ojos de alguien.
-¿Sabes, Sebastián? Cuando me miras, siento algo muy extraño, como si quisiera un imposible, como si quisiera asir el viento, como si quisiera caminar por el cielo, como si quisiera entender a los pájaros, como si quisiera engancharme a una estrella fugaz y volar con ella...

Sebastián hizo un nuevo intento de levantar la vista, y al hacerlo se encontró con dos pedacitos de cielo que se  resguardaban debajo del toldo de aquellas pestañas largas. Y aquellos cielos le miraban con tanta ternura, se sintió tan profundamente acogido por aquella mirada, que algo empezó a moverse en su tripa, justito por debajo de la boca del estómago. Era algo conocido y olvidado hace tiempo, algo que le daba vértigo a la vez que le invitaba a zambullirse. De pronto lo recordó: ¡era la risa! Le sacudió una carcajada, y luego otra. Pero no sonaban "¡ja!", sonaban como un tintineo de campanillas. A las campanillas se fueron uniendo los acordes de una melodía alegre y suave. Y se entregó a la risa. Se dejó ir. Desparramó de risa. Pero no de risa_me_hace_gracia, sino de risa_algo_grande_y_maravilloso_está_sucediendo. Y cuanto más reía, más fuerte resonaba la melodía en la sala. Y entonces, sucedió algo más: Clara cerró los ojos unos instantes, como si quisiera escuchar la música con todo su ser, como si necesitara cerrarlos para que no se le escapara ni una nota.  Y entonces sucedió un imposible: Clara, primero torpemente y poco a poco con más soltura, se levantó y comenzó a mover sus piernas. Pero no caminaba, danzaba. Danzaba por toda la sala, como llevada en volandas por la melodía que salía de Sebastián. Giraba, saltaba, hacía piruetas, se paraba y volvía a moverse como un tallo de bambú acunado por una brisa suave; se fundía con el suelo para volver a emerger de él; movía los brazos con delicadeza; atravesaba el espacio como si fuera miel, o agua, o viento fuerte que la arremolinaba y la soplaba como a un diente de león.
 Duró poco más de media hora aquel momento único, aquella explosión de recuerdo, aquel re-Big Ban de vidas. A él siguió el nacimiento de un nuevo Universo; uno en el que ya ninguno de los dos tendría que olvidar jamás lo que era, no tendría que engañarse para explicarse lo que no era, no tendrían que pactar con nadie lo decoroso. Él ya siempre dejaría salir su música; ella para siempre danzaría sus notas.





lunes, 6 de enero de 2014

La testigo

El paquete esperaba pacientemente a ser abierto encima de la mesa. Sin remite. Con la dirección escrita a mano. Una letra desconocida. Cabía fácilmente en el regazo. Apenas pesaba. Sentada en el sofá, fue retirando la cinta adhesiva que cerraba las dos solapas marrones. Bajo las mismas, un sobre que reposaba sobre varias capas de papel de seda. El sobre estaba en blanco. Lo abrió, sacó una nota escrita a mano con tinta azul.

Querida Paula:


No me conoces. Mejor dicho, no te acordarás de mí. Soy el camarero del bar en el que desayunas desde hace una semana, el que te devolvió el paraguas el martes pasado cuando volviste porque te lo habías dejado. Tranquila, sigue leyendo, esto no es una declaración de amor, un acoso a distancia ni nada parecido. Bueno, quizás es algo mucho más extraño... 
Llevo toda esta semana observándote, y creo que eres la persona adecuada para lo que me traigo entre manos. Por tus gestos, por tu forma de reír; por el libro de Pablo Neruda que leías el miércoles cuando te serví el cruasán; porque te guardas cada día con cuidado el sobre del azucarillo y estoy seguro de que lo haces por los fragmentos de poemas que vienen en el reverso; porque llevas una canción de Yan Tiersen como tono del móvil y tu fondo de pantalla son "Los Nenúfares" de Monet. Pero sobre todo porque creo leer en tu mirada y ver lo que hay más allá, porque creo ver una profundidad, una sensibilidad y un sentido de la vida que te hacen digna de compartir contigo este tesoro que tengo; y porque de algún modo me hacen confiar en que sabrás apreciar que, sin lugar a dudas, lo es. Si me  he equivocado y no eres tal como me he pintado, pensarás que estoy loco y probablemente cambiarás de bar a partir de mañana mismo. Bueno, más se perdió en Cuba... Sólo te pido que me devuelvas el paquete, por favor, es de tremenda importancia. Pero si de verdad he acertado (y estoy casi seguro), por fin habré cumplido un cometido pendiente desde hace tiempo.
Si a estas alturas aún no has mirado lo que hay debajo del papel de seda, hazlo ahora y después sigue leyendo.

Levantó las cuatro o cinco capas de papel que había debajo, aún confundida y sin saber bien por qué se sentía tan conectada y cómplice de este suceso extraño; de algún modo divertida e inocentemente confiada en que nada peligroso podía haber allí debajo. Y allí estaba, envuelta en el último de los papeles de seda con sumo cuidado. De unos veinte centímetros de largo, delgada, metálica y con adornos plateados en los extremos y el capuchón. La destapó con cuidado. Sí, lo que sospechaba: era una pluma estilográfica. Volvió a la carta:

Bueno, Paula, pues ahí está: una pluma estilográfica. Te habrás dado cuenta de que no es precisamente moderna. No, es una pluma con mucha historia. No es un regalo, es un préstamo. No es un préstamo que yo te hago, es algo mucho más profundo que eso. No es para que escribas... no sé bien decirte para qué es, porque no tiene una finalidad práctica, ni siquiera racional;  pero es que como pude comprobar el otro día por el whatsapp que mandaste a tu amiga (siempre dejas el móvil boca arriba mientras buscas el monedero para pagarme la cuenta) tú también piensas que "las mejores cosas de la vida con frecuencia son irracionales".
Bien, esta pluma estilográfica no es una pluma cualquiera. Es toda una antigüedad. Esta pluma perteneció (ahora sí que vas a alucinar) a Abraham Lincoln. ¿Que cómo ha llegado hasta mí? Igual que hasta ti, de una forma poco usual. Al igual que le llegó a la persona que me lo mandó a mí, y al igual que esa persona lo recibió. Esta pluma, Paula, ha ido pasando de mano en mano desde el 19 de noviembre de 1863, cuando el presidente estadounidense acudió a la ciudad de Gettysburg en Pensilvania, donde pronunciaría un discurso en la Dedicatoria del Cementerio Nacional de los soldados al término de la Guerra Civil. Al finalizar su discurso, una de las pocas mujeres que estaba allí escuchándole, una maestra, se percató de que se le había caído de su bolsillo al señor Lincoln su pluma estilográfica. Intentó devolvérsela, pero el tumulto le impidió llegar hasta él. Aquella maestra, Ann, consciente del significado profundo de aquel día y de aquel discurso en el que el Presidente había hecho resonar en los corazones de los presentes el anhelo de paz, libertad y respeto que muchos llevaban dentro, decidió guardar aquella estilográfica como recuerdo de aquel emotivo día. Parece que de algún modo intuía que había pronunciado el que más tarde sería considerado uno de los discursos más relevantes del siglo XX. Poco después, Ann tuvo la idea: aquel símbolo no debía quedar en su poder, sino pasar de mano en mano, y ser una especie de testigo que estuviera presente en el acontecer de otros momentos tan emocionantes como el que ella vivió aquel día. Sólo le quedaba esperar a que apareciera el porteador o porteadora oportuno para su simbólico tesoro. Y apareció dos años más tarde, cuando conoció durante un viaje a Francia a Antoine, compañero de su hermano Frank en sus estudios de Medicina. A los pocos días de conocerle, Ann, según ella misma contó más tarde, supo que Antoine era el hombre adecuado. Antoine, por aquel entonces, seguía con interés las experimentaciones de un prestigioso científico, D. Louis Pasteur, el Director de Estudios Científicos de la Escuela Normal de París. En 1871 tuvo el honor de poder acudir a una conferencia que pronunciaría en una prestigiosa universidad. Ese día Antoine decidió llevar encima la pluma de Lincoln, como intuyendo que el acontecimiento lo merecería. En aquella conferencia D. Louis Pasteur sugirió a los médicos hervir el instrumental que se utilizaba en las intervenciones quirúrgicas, e incluso los vendajes con los que se taparían las heridas de los enfermos. Pocos en el auditorio podían hacerse una idea realista de la cantidad de vidas que salvaría el consejo regalado aquella tarde por el señor Pasteur.
Así, la pluma ha ido de mano en mano, siempre en manos de porteadores lo suficientemente especiales como para ser así considerados por el anterior porteador. Esta pluma, Paula, ha asistido a muchos acontecimientos que de algún modo han cambiado el curso de la humanidad. Para que te hagas una idea, ha estado presente en lugares como el Salon Indien du Grand Café en el Boulevard des Capucines, donde el 28 de diciembre de 1895 tuvo lugar la primera sesión de cine para el público;  el 12 de marzo de 1930, en la marcha liderada por Gandhi contra los impuestos sobre la sal; el 26 de junio de 1945, en la firma de la Carta de las Naciones Unidas; el 25 de septiembre de 1957 en Little Rock (Arkansas, Estados Unidos), cuando los estudiantes afroamericanos entraron por primera vez en la escuela secundaria iniciándose así la integración racial en las escuelas; el 30 de abril de 1977 en Buenos Aires, con las madres de la Plaza de Mayo; el 9 de noviembre de 1989 en Berlín, mientras la población derribaba el Muro; el 17 de julio de 1998, día de la creación oficial de la Corte Penal Internacional de La Haya. Y, por último, el 15 de mayo de 2011, en la Puerta del Sol de Madrid, cuando yo mismo decidí permanecer allí junto a varios amigos tras una manifestación, en lo que, aunque quizás todavía no salga en las reseñas históricas (los historiadores tienen no sé qué tiempo prudencial que dejan pasar antes de poder juzgar las dimensiones históricas de un acontecimiento...), personalmente tengo claro que fue un día que marcó un antes y un después en la historia más reciente de nuestra maltrecha democracia. Y ahora, si te atreves, si te emociona, si te seduce, está en tus manos decidir qué próximo acontecimiento será el que presencie esta reliquia. 
Repito, Paula, que si piensas que todo esto no es más que una tontería, no tienes más que devolverme el paquete mañana y aquí no ha pasado nada. Prometo no hacerte ni una sola pregunta al respecto. Si decides quedártela, te doy las gracias en nombre de la comunidad de personas que han querido jugar a llenar de trascendencia un simple objeto. Hagas lo que hagas, gracias por tu atención.
Un saludo cordial.
Martín.

Dejó la carta sobre su regazo y la mirada en el aire unos instantes. Con gesto decidido, guardó todo tal como estaba en el paquete.
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Aquella mañana gris de otoño invitaba poco a salir de la cama. Sin embargo, allí estaba Paula. Se quitó el sombrerito ocre, lo guardó en su bolso y colgó éste del respaldo de su butaca, no sin antes sacar lo necesario para tomar notas. Se puso el auricular. Dominaba lo suficientemente bien el inglés, pero no quería perderse ni una sola palabra. "Señores y señoras de la prensa", comenzó el Portavoz, "es un honor acogerles en ésta nuestra sede de la Organización Mundial del Comercio". La pluma de Lincoln, que Paula se había encargado de hacer funcionar de nuevo, atrajo más de una mirada del elenco de periodistas reunidos en Ginebra aquella fría mañana de noviembre de 2023.
A la mañana siguiente, en el aeropuerto de Barajas, nada más bajar del avión, Paula vio en primera página el titular del que sería sin duda uno de los acontecimientos más trascendentes de los que informaría durante su carrera. "La OMC pone fin a decenas de años de legalidad de la especulación". La entradilla profundizaba: "El acuerdo vinculante entrará en vigor a partir del 1 de enero de 2025". Recordó que había dudado: ¿"legalidad de la especulación" o "especulación legal"? Decidió poner legalidad antes para recalcar de algún modo que lo más escandaloso no era la existencia de la especulación, sino la tolerancia de la sociedad a ella durante décadas. Metió la mano en el bolsillo de su chaqueta y toco la pluma. Sintió que ya no tenía sentido que siguiese en su poder.

martes, 29 de octubre de 2013

Encuentros

Nos vemos el martes”, dijo Clara. Así terminaba cada uno de sus encuentros, siempre, indefectiblemente.
El médico les había prohibido verse con más frecuencia. Decía que era malo para la salud de Clara, que cada encuentro la dejaba más a su merced, más frágil, más vulnerable. Sin embargo, ella esperaba con ansia el encuentro cada martes, con más ansia cuanto más prohibido estaba. Era en el encuentro con él donde estaba toda su esperanza, era lo más importante de la semana. Preparaba aquella cita con esmero. Sabía que si todo iba bien, tendría un respiro; sabía también que si la cita iba mal, todo se volvería más oscuro, más difícil y más sin sentido. Y pese al riesgo, necesitaba ese encuentro… De algún modo le había otorgado a él la potestad de darle o quitarle el sentido a su vida; por eso necesitaba crear la oportunidad de que se lo diera una y otra vez con su aprobación, al menos por una semana. Necesitaba mirarlo y leer su aprobación. Necesitaba que él le diera la que el espejo indefectiblemente le negaba. A veces lo odiaba por tener tanto poder sobre ella… pero al final acababa, como siempre, disculpándolo y cargando las tintas contra sí misma. En el fondo sabía que era precisamente ella quien había empezado este sinsentido que estaba haciendo girones su vida.
Había habido otros en su vida. El primero a los trece años, en casa de sus padres. Aún recordaba la primera vez, aquella noche en la que todos iban a estar fuera de casa. Parecía un juego inocente. Si hubiera podido sospechar todo lo que vendría después… Se recordaba encima de él, nerviosa, pero sin poder ni tan siquiera intuir que sería la primera de muchas veces, todas sin sentido y todas inevitables. Cuando su padre descubrió meses más tarde lo que pasaba, fue hacia él hecho una furia y le lanzó una piedra.
Pero ella se las apañó para buscar otros, y otros momentos. En casa de amigas, sin ir más lejos. Era el lugar más fácil. Algunas hasta  seguían el juego y se unían a la locura. Poco a poco aquello se había convertido en algo enfermizo: aprovechaba cada ocasión que se presentaba, casi compulsivamente. Pero eso no era lo peor. Lo peor era el calvario entre una y otra vez, el temor al encuentro, los días y las noches de privación y el dolor de estómago. Y aguantar la mirada de los otros y saberse menos, no encontrar en ella misma nada que valiera la pena, nada a lo que agarrarse. Mirarse al espejo y sentir vergüenza; mirarse hacia dentro y sentir asco y desprecio; y tener la certeza de que todos la veían así. Y él allí, entre toda esa amalgama de subjetividad propia y ajena, como juez imparcial capaz de dictaminar de forma objetiva y tajante si ella tenía o no tenía valor, sin necesidad de más explicaciones que su sentencia  fría y desnuda.

         Fue difícil recuperar la noción de las cosas. Fue complicado mirarse y no hacerlo a través de un manto de lágrimas, y devolverle al espejo la capacidad de devolverle la realidad real, la que veían todos. Fue complicado dejar de hacerlo compulsivamente, una y otra vez, y pasar a hacerlo una vez cada semana. Fue más difícil aún volver a hacerlo como algo trivial, sin más trascendencia que cualquier cuidado de salud: ducharse, lavarse los dientes o tomarse la tensión. Fue un trabajo duro entender que treinta y cinco es una cifra aleatoria y poco saludable. Fue casi imposible aprender a amarse a sí misma, independientemente de los kilos que marcara su aguja. Casi imposible… pero posible. Un día ya no lo necesitaba. Un día ya no necesitaba más que nada ni nadie le justificara que se merecía seguir viva. Y por eso un día, sin más, se despidieron.